Desde 22/01/2017 hasta 22/01/2017
Programa: Banda Municipal de Música
Centro: Teatro Municipal Isabel la Católica
Horario: 12:30
Programa: Banda Municipal de Música
Centro: Teatro Municipal Isabel la Católica
Horario: 12:30
Momentos estelares del repertorio pianístico con Eugenia Gabrieluk
Banda Municipal de Música de Granada
Eugenia Gabrieluk, piano. Coro Clásico. Director: Miguel Sánchez Ruzafa.
Programa:
1. Segundo movimiento, "Largo", del Concierto para clave y orquesta en fa menor, BWV 1056 (Johann Sebastian Bach)
2. Ave María (J. S. Bach / Charles Gounod)
3. Segundo movimiento, "Andante", del Concierto para piano y orquesta núm. 21 en do mayor, KV 467 (Wolfgang Amadeus Mozart)
4. "Kyrie eleison", sobre el primer movimiento, "Adagio sostenuto", de la Sonata para piano núm. 14 en do # menor, op. 21, núm. 2, "Claro de Luna" (Ludwig van Beethoven / Miguel Sánchez Ruzafa)
5. "Oración", sobre el "Pequeño estudio" en sol mayor, núm. 14 del Álbum para la juventud, op. 68 (Robert Schumann / Miguel Sánchez Ruzafa)
6. Primer movimiento, "Allegro molto moderato", del Concierto para piano y orquesta en la menor, op. 16 (Edvard Grieg)
7. Primer movimiento, "Moderato", del Concierto para piano y orquesta núm. 2 en do menor, op. 18 (Serguéi Rajmáninof)
Si en el primer concierto de nuestro centenario el hilo conductor fue la voz humana, en este segundo programa se le unirá el piano, y con ayuda de ambos recorreremos algunas muestras de obras de arte musicales que, por la perfección de sus formas, merecen el calificativo de "bellas" en la acepción más sublime del término.
Aunque el instrumento de teclado preferido por Johann Sebastian Bach (1685-1750) fue siempre el órgano, no dejó de prestar atención al clave como instrumento solístico más allá de su función de ejecutor del bajo continuo. Además de su doble colección de preludios y fugas El clave bien temperado y de numerosísimas otras piezas breves, el cantor de Leipzig compuso un total de 13 conciertos para uno o varios clavicémbalos con acompañamiento orquestal, y le dedicó un papel protagonista en el 5º de sus conciertos brandenburgueses y en su BWV 1044, todos siguiendo el esquema de concierto italiano. El movimiento lento central de su BWV 1056 expone un hermosísimo ejemplo de las proverbiales “melodías infinitas” propias de la escritura bachiana. La cualidad de su belleza atemporal bien podría hacernos creer que Bach tenía acceso a una suerte de arquetipos musicales platónicos que se encarnaban sonoramente a través del compositor.
Precisamente tomando como fundamento armónico el primero de los preludios del primer volumen de El clave bien temperado construyó el gran operista francés Charles Gounod (1818-1893) su Ave María, cuya melodía delicadamente sensual y de contenida pasión está imbuida de ternura y pureza.
Del genio y de la figura de Wolfgang Amadeus Mozart (1756-1791) poco podremos descubrir en estas breves notas, pues estamos ante uno de los máximos iconos artísticos de la cultura humana con mayúsculas. Sí nos gustaría añadir, desde nuestra perspectiva, que bajo la apariencia de sencillez y "naturalidad" de sus creaciones se esconde un universo prodigioso de estructuras y matices que suponen una piedra de toque sumamente exigente para la musicalidad de cualquier intérprete –además de una fuente inagotable de placer artístico para cualquier audiencia–.
El recién nacido pianoforte cautivó muy pronto a Mozart por sus novedosas capacidades (para un instrumento de teclado) de realizar contrastes dinámicos, fraseos ligados, y poder empastar perfectamente con otros instrumentos. De su corpus de unos cincuenta conciertos escritos para instrumento solista con acompañamiento orquestal, casi treinta están dedicados al piano. El segundo movimiento del Concierto para piano y orquesta n.º 21 nos presenta una melodía de facilidad engañosa preñada del espíritu de un aria cantable. El dominio de las tensiones tonales, lo sorpresivo de la progresión armónica, los turbadores cromatismos de los temas secundarios, o la riqueza de las combinaciones tímbricas aquí presentes suponen un ejemplo del proverbial embarras de richesses de elementos motívicos, armónicos, formales y tímbricos que tanto incomodaron a muchos de sus poco habituados contemporáneos y que tanto deleite proporcionan a nuestros oídos.
Llegará el turno ahora de dos breves adaptaciones para voces de movimientos seleccionados de entre dos colecciones de música para piano solo del siglo XIX: el monumental ciclo de sonatas para piano de Ludwig van Beethoven (1770-1827) y el encantador Álbum para la juventud de Robert Schumann (1810-1856).
Edvard Grieg (1843-1907) tuvo la suerte de comenzar su vida con el buen pie de nacer en Bergen, una de las ciudades de más intensa vida cultural de toda Escandinavia. Atraído desde muy joven por la música y mostrando un gran talento para ella, su culta familia lo envió a estudiar piano y composición a Leipzig, ciudad transformada por Mendelssohn y Schumann en un centro donde acudía a formarse una parte importante de los jóvenes talentos musicales de Europa. A su regreso a Escandinavia, lleno de ilusiones, comenzó a sentir el poderoso influjo del creciente patriotismo noruego (Noruega era una dependencia sueca, y hacía bien poco que había dejado de serlo de Dinamarca). Fue así como decidió dedicar su genio musical a plasmar y apoyar el intenso sentimiento nacionalista que permeaba la intelectualidad del país. De su colaboración con el más grande escritor noruego del momento, Henrik Ibsen, surgió la música programática para el drama Peer Gynt, que supuso el espaldarazo definitivo a una carrera como creador de grandísima talla la cual, con el paso de los años, le supuso el reconocimiento como el mayor compositor de Noruega.
La mayoría de las creaciones de Grieg, en especial sus piezas para piano y sus canciones, son obras brevísimas las cuales constituyen elaboradísimos ejercicios de orfebrería musical que muestran una extremada atención al detalle. El Concierto para piano en la menor, estrenado en Leipzig en 1872, es una de las pocas piezas de su opus en las que acometió la creación de un edificio musical de envergadura siguiendo el esquema de una gran forma clásica. Los rasgos más característicos de este concierto son –además del intenso hálito romántico propio de los conciertos para instrumento solista de este período– su deslumbrante virtuosismo y el vívido colorido nórdico que impregna sus movimientos. Aunque no usó citas directas del folclore escandinavo, su espíritu sí se hace plenamente evidente en los ritmos, líneas melódicas, y fórmulas de articulación y fraseo inspirados en las danzas y cantos tradicionales noruegos.
Serguéi Rajmáninof (1873-1943) también mostró interés por la música desde niño. Una infancia turbulenta causada por un padre despilfarrador, quien causó la ruina primero y la ruptura de la familia posteriormente, dejó huella permanente en su vida emocional. Sin embargo, a pesar de estos problemas, el rápido progreso en su educación musical hizo que ya gozase de popularidad y éxito desde muy joven, tanto como compositor como concertista de piano, y pronto ocupó una cátedra en el conservatorio de San Petersburgo, para pasar poco después a encargarse de la dirección de la Ópera Imperial. La época convulsa que le tocó vivir hizo que, en 1917 (en plena revolución bolchevique), se exiliase voluntaria y permanentemente a los EE. UU. para pasar así a engrosar la nutrida lista de ilustres exiliados musicales que compartieron vecindario en Beverly Hills, notablemente con Stravinski y Schönberg. Tras aquel amplio período final, en el que pudo vivir una carrera de grandes éxitos como concertista, e incluso de lujos, Rajmáninof ha quedado como el último gran representante del romanticismo ruso tardío, adorado por el gran público y rechazado por una pequeña parte de la crítica más vanguardista, empeñada en enfatizar lo poco progresivo de su obra y en restar valor al irresistible poder emotivo de su música.
Tras superar la larga fase de crisis personal y sequía creativa desencadenada por las críticas despiadadas que siguieron al estreno de su Primera Sinfonía, Serguéi Rajmáninof vio renacida su carrera compositiva con la creación de su Segundo concierto para piano y orquesta. En él se pueden apreciar algunas de las características fundamentales de su estilo compositivo: el empleo de melodías de amplio lirismo e intensamente apasionadas, la predilección por las armonías suntuosas, un uso sutil y contenido de los colores orquestales. Otro rasgo de este concierto es que, a pesar de ser él mismo un gran virtuoso del piano, el compositor no incluyó pasajes de exhibicionismo técnico, sino que prefirió explorar principalmente las posibilidades expresivas del instrumento.
Banda Municipal de Música de Granada
Eugenia Gabrieluk, piano. Coro Clásico. Director: Miguel Sánchez Ruzafa.
Programa:
1. Segundo movimiento, "Largo", del Concierto para clave y orquesta en fa menor, BWV 1056 (Johann Sebastian Bach)
2. Ave María (J. S. Bach / Charles Gounod)
3. Segundo movimiento, "Andante", del Concierto para piano y orquesta núm. 21 en do mayor, KV 467 (Wolfgang Amadeus Mozart)
4. "Kyrie eleison", sobre el primer movimiento, "Adagio sostenuto", de la Sonata para piano núm. 14 en do # menor, op. 21, núm. 2, "Claro de Luna" (Ludwig van Beethoven / Miguel Sánchez Ruzafa)
5. "Oración", sobre el "Pequeño estudio" en sol mayor, núm. 14 del Álbum para la juventud, op. 68 (Robert Schumann / Miguel Sánchez Ruzafa)
6. Primer movimiento, "Allegro molto moderato", del Concierto para piano y orquesta en la menor, op. 16 (Edvard Grieg)
7. Primer movimiento, "Moderato", del Concierto para piano y orquesta núm. 2 en do menor, op. 18 (Serguéi Rajmáninof)
Si en el primer concierto de nuestro centenario el hilo conductor fue la voz humana, en este segundo programa se le unirá el piano, y con ayuda de ambos recorreremos algunas muestras de obras de arte musicales que, por la perfección de sus formas, merecen el calificativo de "bellas" en la acepción más sublime del término.
Aunque el instrumento de teclado preferido por Johann Sebastian Bach (1685-1750) fue siempre el órgano, no dejó de prestar atención al clave como instrumento solístico más allá de su función de ejecutor del bajo continuo. Además de su doble colección de preludios y fugas El clave bien temperado y de numerosísimas otras piezas breves, el cantor de Leipzig compuso un total de 13 conciertos para uno o varios clavicémbalos con acompañamiento orquestal, y le dedicó un papel protagonista en el 5º de sus conciertos brandenburgueses y en su BWV 1044, todos siguiendo el esquema de concierto italiano. El movimiento lento central de su BWV 1056 expone un hermosísimo ejemplo de las proverbiales “melodías infinitas” propias de la escritura bachiana. La cualidad de su belleza atemporal bien podría hacernos creer que Bach tenía acceso a una suerte de arquetipos musicales platónicos que se encarnaban sonoramente a través del compositor.
Precisamente tomando como fundamento armónico el primero de los preludios del primer volumen de El clave bien temperado construyó el gran operista francés Charles Gounod (1818-1893) su Ave María, cuya melodía delicadamente sensual y de contenida pasión está imbuida de ternura y pureza.
Del genio y de la figura de Wolfgang Amadeus Mozart (1756-1791) poco podremos descubrir en estas breves notas, pues estamos ante uno de los máximos iconos artísticos de la cultura humana con mayúsculas. Sí nos gustaría añadir, desde nuestra perspectiva, que bajo la apariencia de sencillez y "naturalidad" de sus creaciones se esconde un universo prodigioso de estructuras y matices que suponen una piedra de toque sumamente exigente para la musicalidad de cualquier intérprete –además de una fuente inagotable de placer artístico para cualquier audiencia–.
El recién nacido pianoforte cautivó muy pronto a Mozart por sus novedosas capacidades (para un instrumento de teclado) de realizar contrastes dinámicos, fraseos ligados, y poder empastar perfectamente con otros instrumentos. De su corpus de unos cincuenta conciertos escritos para instrumento solista con acompañamiento orquestal, casi treinta están dedicados al piano. El segundo movimiento del Concierto para piano y orquesta n.º 21 nos presenta una melodía de facilidad engañosa preñada del espíritu de un aria cantable. El dominio de las tensiones tonales, lo sorpresivo de la progresión armónica, los turbadores cromatismos de los temas secundarios, o la riqueza de las combinaciones tímbricas aquí presentes suponen un ejemplo del proverbial embarras de richesses de elementos motívicos, armónicos, formales y tímbricos que tanto incomodaron a muchos de sus poco habituados contemporáneos y que tanto deleite proporcionan a nuestros oídos.
Llegará el turno ahora de dos breves adaptaciones para voces de movimientos seleccionados de entre dos colecciones de música para piano solo del siglo XIX: el monumental ciclo de sonatas para piano de Ludwig van Beethoven (1770-1827) y el encantador Álbum para la juventud de Robert Schumann (1810-1856).
Edvard Grieg (1843-1907) tuvo la suerte de comenzar su vida con el buen pie de nacer en Bergen, una de las ciudades de más intensa vida cultural de toda Escandinavia. Atraído desde muy joven por la música y mostrando un gran talento para ella, su culta familia lo envió a estudiar piano y composición a Leipzig, ciudad transformada por Mendelssohn y Schumann en un centro donde acudía a formarse una parte importante de los jóvenes talentos musicales de Europa. A su regreso a Escandinavia, lleno de ilusiones, comenzó a sentir el poderoso influjo del creciente patriotismo noruego (Noruega era una dependencia sueca, y hacía bien poco que había dejado de serlo de Dinamarca). Fue así como decidió dedicar su genio musical a plasmar y apoyar el intenso sentimiento nacionalista que permeaba la intelectualidad del país. De su colaboración con el más grande escritor noruego del momento, Henrik Ibsen, surgió la música programática para el drama Peer Gynt, que supuso el espaldarazo definitivo a una carrera como creador de grandísima talla la cual, con el paso de los años, le supuso el reconocimiento como el mayor compositor de Noruega.
La mayoría de las creaciones de Grieg, en especial sus piezas para piano y sus canciones, son obras brevísimas las cuales constituyen elaboradísimos ejercicios de orfebrería musical que muestran una extremada atención al detalle. El Concierto para piano en la menor, estrenado en Leipzig en 1872, es una de las pocas piezas de su opus en las que acometió la creación de un edificio musical de envergadura siguiendo el esquema de una gran forma clásica. Los rasgos más característicos de este concierto son –además del intenso hálito romántico propio de los conciertos para instrumento solista de este período– su deslumbrante virtuosismo y el vívido colorido nórdico que impregna sus movimientos. Aunque no usó citas directas del folclore escandinavo, su espíritu sí se hace plenamente evidente en los ritmos, líneas melódicas, y fórmulas de articulación y fraseo inspirados en las danzas y cantos tradicionales noruegos.
Serguéi Rajmáninof (1873-1943) también mostró interés por la música desde niño. Una infancia turbulenta causada por un padre despilfarrador, quien causó la ruina primero y la ruptura de la familia posteriormente, dejó huella permanente en su vida emocional. Sin embargo, a pesar de estos problemas, el rápido progreso en su educación musical hizo que ya gozase de popularidad y éxito desde muy joven, tanto como compositor como concertista de piano, y pronto ocupó una cátedra en el conservatorio de San Petersburgo, para pasar poco después a encargarse de la dirección de la Ópera Imperial. La época convulsa que le tocó vivir hizo que, en 1917 (en plena revolución bolchevique), se exiliase voluntaria y permanentemente a los EE. UU. para pasar así a engrosar la nutrida lista de ilustres exiliados musicales que compartieron vecindario en Beverly Hills, notablemente con Stravinski y Schönberg. Tras aquel amplio período final, en el que pudo vivir una carrera de grandes éxitos como concertista, e incluso de lujos, Rajmáninof ha quedado como el último gran representante del romanticismo ruso tardío, adorado por el gran público y rechazado por una pequeña parte de la crítica más vanguardista, empeñada en enfatizar lo poco progresivo de su obra y en restar valor al irresistible poder emotivo de su música.
Tras superar la larga fase de crisis personal y sequía creativa desencadenada por las críticas despiadadas que siguieron al estreno de su Primera Sinfonía, Serguéi Rajmáninof vio renacida su carrera compositiva con la creación de su Segundo concierto para piano y orquesta. En él se pueden apreciar algunas de las características fundamentales de su estilo compositivo: el empleo de melodías de amplio lirismo e intensamente apasionadas, la predilección por las armonías suntuosas, un uso sutil y contenido de los colores orquestales. Otro rasgo de este concierto es que, a pesar de ser él mismo un gran virtuoso del piano, el compositor no incluyó pasajes de exhibicionismo técnico, sino que prefirió explorar principalmente las posibilidades expresivas del instrumento.
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